lunes, 30 de marzo de 2009

La playa: Capítulo 1

Ana y Fernando se conocieron en el café de la plaza. Lo primero que él pensó fue haber visto un ángel. El periodo de enamoramiento fue tan fugaz, como su amor. Aunque ésta no es su historia, sino la mía, nunca me ha agradado iniciar mis relatos conmigo mismo. Además es un excelente punto de inicio, a raíz de su relación se desataron los hechos que voy a relatar. Ana es mi hermana y cuenta con amplia participación en la primera parte de esta historia. Fernando por su lado es tan fugaz, que poco aportó y poco supimos de él posteriormente. Inclusive su hermano resultó más importante a la larga. Demasiado vagas mis ideas, y me excuso diciendo que en realidad no soy un literato nato. Lo mejor será describir un poco más los hechos que desencadenaron mi historia.
Vivimos en Franest, una pequeña ciudad de Spitia cerca de la playa del norte. Mi familia está compuesta por cinco miembros, mis padres Víctor y Sofía, mi hermana Ana, mi primo Daniel y yo. Formalmente debo presentarme, mi nombre es Leonardo Valverde. La familia Valverde siempre ha sido reconocida en esta ciudad, es de las más importantes. Mi abuelo era un respetado ingeniero civil quien ayudó a urbanizar esta ciudad. Mi padre le siguió. Sin embargo mi tío Martín, hermano menor de mi padre, decidió hacerse pintor. Fue cruelmente criticado por mi abuelo y, a su vez, por mi padre.
Martín Valverde se hizo famoso en muy poco tiempo. Sus pinturas se vendían en millones. Mi abuelo tuvo a bien arrepentirse de su error, pero mi padre, orgulloso, jamás aceptaría el suyo. De hecho, jamás pudo expresarle una palabra de arrepentimiento o admiración. A vísperas del séptimo cumpleaños de Daniel sus padres se vieron envueltos en un accidente de automóvil y perdieron la vida. Fue entonces que mi primo pasó a formar parte de nuestra familia. La enorme fortuna de su padre pasaría a manos de él cuando cumpliera los 18 años. En el ínter mi padre fungiría como albacea. Ambos somos de la misma edad, nos separan meses. Ana por su parte es dos años menor que nosotros.
Regreso a Ana, porque la tragedia no cesó con mis tíos. Cuando ella tenía 8 años le cayó un librero encima y quedó paralizada de las piernas. Desde ese entonces usa una silla de ruedas. Eso no le impidió crecer como una niña normal. Lo que es un hecho es que fue para ella difícil conseguir un novio. El primero fue Fernando. Por ello todos estábamos felices, o al menos eso creíamos.
Daniel creció con nosotros, pero fue educado de forma diferente. Mi padre constantemente lo presionaba diciendo que era un flojo y que nunca llegaría a ser nada. El bajo rendimiento académico de Daniel se debía, evidentemente, a la tristeza que llevaba por haber perdido a sus padres. Los míos jamás llenaron ese vacío. Aunque mi madre era buena con él, el calor de una madre no puede fácilmente sustituirse. Mi padre por su lado no ayudó en nada, pues era severo y frío, no deseaba que su sobrino siguiera los malos pasos de su hermano. Daniel tuvo que aprender a cerrar ese sentimiento de tristeza y concentrarse en sus estudios. Mi padre encontró la peor manera de presionarlo, compararlo con su hijo modelo, o sea, yo. Cada mes se podían escuchar los gritos provenientes del despacho, siempre depurando los esfuerzos de Daniel.
Es evidente que cuando Daniel y yo, quienes acudíamos a la misma clase, llegamos a preparatoria, no éramos amigos. Él solía juntarse con Miguel Ángel Salas, quien siempre estuvo en nuestra clase, y con quien jamás pude congeniar. Mi mejor amigo se llamaba José María Loaysa, o Chema, y era un loco que amaba las fiestas, la bebida y las mujeres. Es una ley universal que todo ese tipo de locos tiene un talón de Aquiles, pero para la época dónde todo comenzó, aún no aparecía, aunque poco faltaba. Mi preparatoria se llamaba Centro Escolar de Spitia, y siempre competía contra la otra preparatoria importante de Franest, Colegio Nacional.

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